JACA PIRINEOS, PARAISO DE MONTAÑA

NUESTROS PUEBLOS

El entorno rural de Jaca permite descubrir la tradicional forma de vida en los Pirineos. 

Jaca es también el conjunto de treinta y cuatro pequeñas localidades que se sitúan en su entorno próximo y que fueron engrosando el término municipal jaqués a fuerza de perder el suyo por la progresiva despoblación. Poco conocidos en general, atesoran pequeñas sorpresas artísticas y encantadores conjuntos de arquitectura tradicional bien conservada.

Documentados desde tiempos medievales, asentados entre campos de cereal en el Campo de Jaca, la Val Ancha, la Val Estrecha y la más recóndita Val de Abena, o enclavados en el terreno montuoso de Peña Oroel y la sierra de San Juan de la Peña, han vivido siempre de la agricultura y la ganadería. Así lo atestigua la abundancia de corrales, bordas y pajares, o la propia existencia de núcleos como Fraginal (Alto y Bajo) y Lastiesas, Bajas y Altas, éste con sus edificios dispuestos en torno a una amplia plaza empedrada usada como era, en un enclave paisajístico espectacular desde el que se domina el apacible valle del río Estarrún.

En los caseríos, de reducido tamaño, destaca la iglesia, con su silueta limpia y volumen compacto, todavía alguna con el recoleto cementerio anexo. Reformadas en distintas épocas, gustan por su sencillez y sobriedad, con pocos excesos barrocos, si no fue el llenarse de retablos (de calidad los de Tornés y Ubalde en Binué, Martillué, Abena, Ara y tantas otras), cuyo efecto dorado se combina con el de pinturas y yeserías de tono popular en la parroquial de Ara.

Abundan las pequeñas iglesias románicas, decoradas con arcos ciegos y lesenas a la manera lombarda, como la de Asieso, encaramada en el escarpe, y las de Banaguás y Lerés, que incorporan frisos de baquetones propios de las iglesias del Gállego (a las que también recuerda la ventanita geminada de la torre eclesial de Guasillo); o bien con ajedrezados, bolas y crismones, siguiendo la estela de la seo jacetana, las parroquiales de Caniás, Abay, Botaya (tímpano esculpido), Navasa (cuyas pinturas murales se conservan en el Museo Diocesano de Jaca, como las góticas de Osia), Binué (ya sólo románica la torre) y San Fructuoso de Barós, que aúna motivos jaqueses y lombardos, excepcional por su espléndido conjunto de placas esculpidas de tradición prerrománica y la inusual utilización de anforillas acústicas.

No menos interesantes son las ermitas, próximas al casco urbano las románicas de San Miguel de Botaya, Santiago de Barós y Santa Eulalia de Navasa, estas dos últimas con pavimentos de cantos dibujando flores y entrelazos, o solitarias al amparo de la serranía, como la de San Benito de Orante, en lo alto del tozal, arruinadas muchas, como la de San Climén de Botaya, románica, la del santuario de Ipas, muy venerada antaño, o la más vetusta de todas, Santa Isabel de Espuéndolas (recientemente restaurada), único resto del monasterio altomedieval de San Julián de Asperella. Categoría de parroquial tuvo la románica de la pardina Larbesa, apenas reconocible parapetada tras el fortín cuando en el XIX fue convertida en polvorín -estructura a conservar tanto como la  ermita-, y desde la que se divisa, algo alejada, la torre señorial de elegante arquitectura que recuerda a otras como la de Santa Cruciella, en el camino a Atarés.

Edificios pétreos, como lo son los pueblos, de aspecto macizo y cerrado, con muros de cuidada mampostería levantados con la piedra de las canteras locales (tuvieron fama las de Botaya y Atarés), de tonalidad oscura, a veces iluminada por las superficies blanquiazuladas de sus paredes revocadas, o por los blancos destellos de la cal en torno a sus vanos, barrera de insectos y otros males.

Vanos pequeños en general, por la dureza del clima, ceñidos por dinteles, jambas y alféizares monolíticos, y algunos balcones, más tardíos, unos y otros salpicados del color de las flores o del verde de la hiedra que semioculta en ocasiones las grandes puertas pétreas, adinteladas o con dovelas, de casas de toda condición social; con escudo las infanzonas (casa condal de los Atarés, Casa Paúles en Gracionépel, etc.), con el nombre del propietario y la fecha de construcción otras muchas, con placas cerámicas con el nombre de la casa ya casi todas, y casi sin excepción grabadas con cruces, ruedas, flores, soles, símbolos cristianos y paganos con los que sus dueños buscaron atraer la protección de los dioses y evitar la entrada de malos espíritus.

Por eso los espantabrujas que coronan las chamineras, y quizá por eso también los enigmáticos rostros humanos y cabezas de animales que evocan temores ancestrales, como los fantásticos de Casa Biu, en Lerés.

Hay todavía notables ejemplos de las tradicionales chamineras troncocónicas que construidas de tosca, es decir, de piedra toba, se alzan livianas sobre los característicos tejados de losa (losera importante es la pardina de Osán, cerca de Bernués).

Son pueblos que invitan a la conversación con los vecinos y al paseo tranquilo por sus calles, muy pocas ya con el empedrado de cantos –los mismos que dibujan caprichosas formas en atrios de iglesias y zaguanes domésticos-, atravesando arcos y pasadizos (precioso el rincón de Casa Tejedor en Espuéndolas) hasta topar con los pequeños hornos comunales (Abay, Botaya, Áscara, Guasillo, Osia) y domésticos (como el de la calle del Arco en Caniás o Novés), las herrerías de grandes fuelles (la de Barós, Novés y la de Baraguás), viejas y nuevas escuelas, todas ya vacías (Osia, Bernués, Abay… o la de Botaya, aún con su letrina), pozos, fuentes y lavaderos (Bernués, Ipas, Araguás, Barós, Caniás… o el de Atarés, con la sobrecogedora imagen del Oroel al fondo), bordas y pajares de admirable geometría.

Exige esto caminar con el espíritu curioso y la mirada atenta a los mil y un detalles que salen al paso, la labra ruda o delicada, apenas insinuada a veces, de las muescas apuntadas de dinteles y dovelas, cual arcos conopiales góticos, las delicadas ventanitas geminadas de recuerdo medieval, aspilleras que evocan tiempos fortificados (Guasillo, Asieso, Novés, Araguás del Solano), placas con el Agnus Dei del Monasterio de San Juan de la Peña, símbolo de su dominio pretérito (Orante, Baraguás, Banaguás -procedente de Botaya-), y otro sinfín de pequeñas cosas: gateras, pestillos, herrajes y tachones y hasta la humilde lámpara de hoja de lata de la ermita de Navasa.

Y apetece entonces aventurarse por los viejos caminos hasta entrever ocultos por la maleza los pocos molinos harineros que aún resisten en pie (Osia, Bernués, o en Ara “el de los monjes”, de magnífico cubo), todos ya callados, símbolo de un modo de vida tradicional y una historia que aún guardan en la memoria sus vecinos y que han hecho de estos pueblos de Jaca pueblos con nombre propio.